Don Lobo, un experto montaraz, iba casi a diario cazar Huanganas en
un monte lejano y solitario. En la búsqueda de los cerdos salvajes,
encontró un día, un bosque de wicungos con sus frutos ya maduros,
frutos que son el alimento predilecto de estos animales salvajes. Los
recogió pacientemente y llenó su bolsa de chambira.
En
el suelo, quedaban aún las frescas pisadas de las Huanganas. (Son de
una gran manada), se dijo a sí mismo don Lobo. Esa información fue
suficiente para él y retornó a su casa contento de su suerte. Al día
siguiente regresó al mismo lugar para levantar una barbacoa, una
especie de altillo, desde donde dispararía a sus presas.
Como
era un experto, no tardó demasiado tiempo en construir la barbacoa.
Sacó sus pertrechos de caza. Sus cartuchos envueltos en un plástico, su
infaltable cigarro siricaypi y su linterna de cuatro pilas. Su cuchillo
nuevo de cocina brillaba en lo alto.
Después
de regar los wicungos debajo del árbol, el montaraz se subió a la
barbacoa y templó rápidamente su mosquitero viendo que los zancudos
aparecían por miles. Y antes de entrar a refugiarse de los insectos
frotó su cuerpo con unas hierbas hediondas, para que los animales no
sientan su presencia.
Y mientras
esperaba la llegada de la manada de Huanganas, pensó: “Si vienen cien
Huanganas en la manada, trataría de matar sólo cincuenta", se decía
emocionado, pero los cerdos no llegaban, y seguía hablándose a sí
mismo: “con cincuenta tengo para sacar quinientos soles, si es que me
pagan a diez cada una. Más las pieles, que los venda a tres soles
nomás, son ciento cincuenta, sumando obtendría seiscientos cincuenta,
hasta les podría hacer una rebajíta..."
Sacando sus cuentas, el montaraz, ocupaba su mente en la soledad del
monte. Pero, los animales no aparecían y la noche avanzaba, felizmente
para don Lobo la luna alumbraba el bosque con su luz amarilla y en los
claros era fácil distinguir a cualquier animal.
De pronto, comenzó a percibir el griterío de los animales. “¡Ya vienen!", se alegró el montaraz.
Inmediatamente
preparó su arma. Cargó su linterna con las pilas nuevas que había
comprado en la bodega, y por una rendija del mosquitero, con el cañón
del arma hacia afuera, espiaba atento cualquier movimiento.
Repentinamente los gritos se alejaron, al parecer, las Huanganas habían elegido otro wicungal ese día.
Al
poco rato, le sobrevino un sueño al cazador, y para no dormirse
encendió su cigarro. Y ocupó su mente otra vez para no caer en los
brazos de Morfeo. “Con la plata de la venta, me compraré dos pashnas
preñadas. Que nazcan, pues, seis de cada parto, tendría doce, más las
dos madres, tendría catorce. Cuando crezcan y se empreñen, nacerán..."
A
las doce de la noche, cuando cabeceaba de cansancio, unos gritos
extraños le despertaron. El sabía que las voces no eran de las
Huanganas, ni de los Sajinos, era ya muy tarde para que sean ellos, por
eso prestó mayor atención. Después de unos minutos vio, que por el
camino de los cerdos, se acercaban hacia él varios hombres, humanos
como nosotros, vestidos de negro y con el rostro cubierto hasta la
nariz por un trapo rojo.
Se
sentaron debajo del altillo. Prendieron sus lámparas y sobre una mesa
improvisada comenzaron a jugar a las cartas. Apostaban bastante dinero.
Jugaban con monedas que brillaban como si fueran de oro.
Don
Lobo, un hombre que no le tenía miedo al monte, ahora sí que empezaba a
asustarse. Pero, lo que le daba valor era que los extraños no se habían
dado cuenta de su presencia.
Terminado
el juego se entretuvo escuchando durante horas algunas historias de
cómo esos hombres se habían perdido en la inhóspita selva. Contaban,
con lujo de detalles, lo que les había pasado. Uno de ellos contó que
encontró en su camino a un hombre que le hizo perder en el bosque con
mentiras de encontrar mejor caza en la falda de un cerro. Otro contó
que una manada de tigres negros comenzaron a perseguirle día y noche,
pero que, aparentemente no le querían comer, sino asustar.
El
montaraz, que ya estaba a punto de dormirse cuando llegaron los
diablos, se despertó del todo al oír una historia que le impresionó,
dijo el hombre, que regresando de mantear, sus perros lo desconocieron
y comenzaron a ladrarle como si fuera un extraño. Dijo que trató de
conquistarles con caricias, pero los canes no permitían que se acerque.
Entonces no tuvo más remedio que
hacer uso de su arma y matarlos. Y al rato, después de estar muertos,
los perros se levantaron, y así heridos le perseguían todo rabiosos, y
cuando le alcanzaban le desgarraban las piernas a mordiscones:
Entonces, para escapar de los sanguinarios perros se trepó a un árbol
en donde esperó la noche, y se salvó de los malditos canes cuando, por
arte de magia, desaparecieron al ver que unos hombres vestidos de negro
llegaban a jugar las cartas.
Don
Lobo, ahora sí que estaba aterrorizado, pero, aún pensaba. Al notar que
el aguardiente se les había terminado a los shapshicos, lanzó un chorro
de orina haciendo caer sobre la mesa de juego.
¡Vino del cielo!.......¡Vino del cielo! - gritaban alegres los diablos. .
¡Vino del cielo!.......¡Vino del cielo! - gritaban alegres los diablos. .
Y
agarrando sus vasos trataban de embocar en el cañito. Los hombres. de
negro se disputaban el líquido que luego tomaban saboreándolo y como
estaban borrachos ya no distinguían los sabores.
Al llegar la madrugada, los diablos se despidieron citándose para la
próxima semana. Don Lobo, aún desconfiado, se bajó de la barbacoa con
la esperanza de que a alguien se le hubiere caído, por lo menos una
monedita. Su sorpresa fue muy grande, debajo del árbol no había quedado
ninguna huella de gente extraña.
Entonces
el montaraz regresó a su casa preocupado. Y antes que lIegara a sus
linderos sus perros comenzaron a ladrarle y a morderle las piernas como
si no le conocieran. Entonces don Lobo no tuvo más remedio que matarlos
y regresarse al monte.
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